Dentro de escasos minutos ocupará con elegancia su lugar ante el piano. Va a recibir con una inclinación casi imperceptible el ruidoso homenaje del público. Su vestido, cubierto de lentejuelas, brillará como si la luz reflejara sobre él, el acerado aplauso de las ciento diecisiete personas que llenan esta pequeña y exclusiva sala, en la que mis amigos aprobarán o rechazarán – no lo sabré nunca – sus intentos de reproducir la más bella música, según creo, del mundo.
Tal vez yo debería estar con ella, ahora. Sé que en estos momentos es cuando más me necesita; sé que es capaz de olvidar hasta el camafeo de alcanfor que la devuelve de los ahogos y le estimula el corazón, y sé con seguridad que ha preguntado por mí. Y por supuesto, sé que le han dicho que nadie me vio.
En un rato se apagarán las luces y entonces ya no le quedará ni un minúsculo hueco para pensar en mí: serán solamente ella y la música, y este salto al vacío que nunca debió dar. Que no va a dar.
Mis amigos, desde las primeras filas, advertirán enseguida su rostro demacrado y el leve temblor de sus manos. Y sentirán como propio el vértigo horrible de la pianista, la estrechez de la cornisa por la que camina sola, sin que yo la acompañe. Quisiera poder decirles que no teman, que a pesar de su honda terquedad yo estoy velando por ella, como siempre.
Dentro de apenas unos momentos, madame volverá a dar función después de muchos años, convencida por el peor de sus muchos defectos. Con su arrogancia, manchará para siempre de compasión los sentimientos de todos los que la aprecian. Mis amigos también la quieren, y hasta la veneran como yo misma, y sé que quedarían desolados si la piedad se transformara inexorablemente en asco y volvieran las manos del aplauso convertidas en puños impotentes.
Pero mi propia mano estará ahí, un segundo antes de que las de Madame la Necia tropiecen demasiado con las teclas y nos arrastren a todos en su caída de cisne viejo.
Por eso, nadie debe verme hasta entonces.
Por eso aguardo en la alta sombra de las tramoyas desde la solitaria tarde, y alivio y justifico la espera recordando mejores tiempos.
Recordé, por ejemplo, cuando ella era la mejor concertista de Berlín y yo su joven asistente y su admiradora más cabal. Recuerdo cómo le imploré que no diera por terminada su carrera luego de Boston, y también recuerdo cómo le supliqué que no volviera ahora.
Porque yo soy la dolorida testigo de su ocaso, aunque lo he aceptado hace mucho y con mejor ánimo. Yo la he visto muchas veces quedarse alelada y también le he visto los temblores, y la amnesia. Pero no me escuchó: un nieto ambicioso y un empresario sin escrúpulos acabaron con la poca cordura y dignidad que le quedaba. Y abandonamos Londres y vinimos a París, justamente.
Justamente a París, que no debería verla jamás de esta forma y que no perdona los retornos extorsivos. Hice todo el vía crucis tratando de que recapacitara y me quedé sin argumentos, hasta esta noche.
Ahora, que las luces comienzan a descender como en la antesala del sueño, yo me acomodo en mi atalaya y compruebo otra vez que la pistola está lista.
Debajo de mí refulge el piano negro en el haz blanco, y percibo el rumor del terciopelo de las butacas mientras las ovejas que podrían convertirse en lobos vuelven a acomodarse.
Ella aún no está a la vista, pero ya resuenan los pasos en las tablas como resonaron los míos anoche, luego de la discusión, por las escaleras de la casona.
La abandoné, supone ella. No creí en su persistencia de Fénix o de pájaro espino, piensa.
La desamparé como una hija desagradecida y acaso envidiosa, tal vez imagina mientras saluda.
Y sin embargo aquí estoy, siete metros arriba de su adorada cabeza y absolutamente lista.
Cuando ella desgaja los primeros acordes, yo extraigo mi arma y espero.
Convenientemente he despachado cartas a mi médico en Londres y a mi padre: ellos obtendrán las conclusiones necesarias si todo ocurre como imagino que ocurrirá.
Sobre todo ahora, que ella ha fallado por tercera vez y algunos ya han tosido.
Sobre todo ahora, que ella ha fallado por tercera vez y algunos ya han tosido.
Con el primer murmullo apagado, apoyo el caño aceitoso en mi sien: si algún dedo de ella vuelve a fallar, el mío será preciso.
Ejercicio de taller.
El inicio, la parte en cursiva, corresponde al cuento "El concierto" de Augusto Monterroso. Lo elegí entre varios comienzos por ciertas cuestiones, por ejemplo:
¿Por qué no sabrá nunca lo que opinen los amigos? ¿Por qué lo de la pianista son "intentos", lo que sugiere que no es demasiado buena?
Me dio curiosidad saber cómo lo había resuelto el autor y, después de finalizar debidamente el ejercicio, lo busqué.
Puede leerse acá .
3 comentarios:
Super interesante.
No es por cumplido, pero me gusta mucho tu resolución...(la de Monterroso también es interesante, me deja esa sensación de que ese poder que pretendemos manejar en realidad nos esclaviza...) lo tuyo tiene mayor carga dramática tanto que imaginé el estruendo del disparo y las gotas de sangre que caeran sobre el teclado del piano..¡que locura! quizá más prosaico, pero más eficaz, hubiese sido apuntar a la otra cabeza...para así asegurarse de que no habrán nuevos intentos...Un abrazo.
WAITING: Super agradecido
EL PROFE: Yo, más que gotas, imaginé el cuerpo cayendo sobre el piano...y con eso creo que se aseguraba que no habría más intentos. Es más: no hay que descartar el infarto de la pianista.
Saludos!
Publicar un comentario