domingo, septiembre 30, 2007

Los círculos de fuego


Esto no es un cuento.
(‘Esto no es una pipa’ – René Magritte)

El círculo de fuego que me rodea tiene unos seis metros de diámetro, y no es perfecto. Tampoco es uniforme la altura de las llamas: algunas sobrepasan largamente los cuatro metros y otras no llegan a los dos o tres. De todas formas, en cualquier lugar el fuego supera mi estatura. En el centro del círculo es donde reflexiono o desespero; también, es donde me rearmo para intentar otra fuga. Ya lo dije: las llamas son desiguales. Pero no dije: sé que hay huecos entre ellas.
Lo sé porque los he vislumbrado entre el infierno. Hace mucho tiempo hice marcas en el suelo para orientarme, pero los huecos sin fuego (las salidas) nunca permanecen en el mismo lugar. También hice marcas para no ir hacia determinados lugares, pero fueron tan inútiles como las otras: tampoco las llamas permanecen iguales. Todo cambia constantemente. Con desesperación (con miedo, también), intenté borrar todas las señales y ahora el suelo de mi prisión es un caos de huellas sobre huellas. Por suerte, la intensidad de las llamas tampoco me permite ver con claridad esas señales de mis fracasos, que me debilitarían. Así que, en cierta forma, el fuego también me mantiene vivo, y alerta. Debo cuidarme de no caminar enceguecido o me convertiría en una pira humana enseguida. Muchas veces me he acercado demasiado a los lugares nefastos, y las llamas mordieron mi carne y la laceraron malamente, aunque todavía resisto, y quiero salir.

Sólo el centro permanece inalterable. Cuando consigo volver a él, después de un intento especialmente doloroso o cuando no puedo evitar gritarles a las llamas y dejarme arrastrar al desaliento, luego descubro que el centro permanece inalterable. No sin que pase un tiempo, claro está. Pero el centro, que es el punto más alejado de las llamas, tiene propiedades curativas y al cabo vuelven la cordura o la cicatrización. Este centro, con todos sus poderes, tampoco pretende retenerme. Al contrario: él y yo, que somos lo mismo en esencia, sabemos que la misión es atravesar el muro de fuego, descubrir el instante preciso en que las salidas estarán al alcance, y salir.
Ya lo hemos hecho antes, sueño a veces que me dice una voz supuestamente alentadora. Pero al despertar, esos son los días más terribles, cuando no puedo evitar aullar horas enteras ante las llamas más altas, o quemarme tal vez a conciencia, como castigo. Porque si ya he salido, me pregunto, por qué he vuelto. O acaso éste sea otro círculo: me parece recordar otros, pero en esos días no confío demasiado en mi mente.

Pero el centro permanece inalterable, y cuando pretendo resguardarme en él y curarme, y tal vez quedarme en ese preciso lugar para siempre, él y yo, que somos lo mismo en esencia, sabemos que la misión es salir. Y que tal vez sólo pasemos al círculo siguiente, pero confiamos en que haya más salidas o menos fragor en los fuegos. Y entonces abandono el centro, y continúo buscando, y las llamas parecen menos pavorosas por un tiempo.
Y he descubierto lo más importante, aunque todavía no he podido llevarlo a la práctica: el verdadero logro sería llevarme el centro (que es mi esencia) conmigo, colgármelo como un talismán indestructible antes de intentar el pasaje, y profetizo que una vez que lo logre los fuegos se mostrarán sumisos, y me enseñarán las salidas con respeto.

martes, septiembre 25, 2007

Una consulta telefónica

- …¿Hola…?
- Buenas noches, Doctor Villafañe, disculpe que lo moleste a esta hora…
- Ah, Santiago…¿Qué pasa? Estaba durmiendo…
- Doctor, le ruego me disculpe, pero tengo un caso que quisiera consultar con usted…
- Está bien, Doctor…dígame…
- Es un paciente masculino, Doctor, que recibió cuatro balazos que al parecer no interesaron órganos vitales, pero no sé cómo evaluar las prioridades, Doctor, es decir: por cuál de los balazos empezar. Salud.
- Doctor, ¿es un trabajo hipotético para su tesis o qué? ¿¿Salud...??
- No, Doctor Villafañe…lo tengo acá…
- ¿¿¿Desde dónde me habla, Santiago???
- Desde el quirófano, Doctor…
- ¿Y el jefe de guardia, Santiago? ¿¿Está usted solo??
- Sip…
- Pero usted…disculpe Santiago, pero usted recién…
- El Jefe se fue, Doctor. Acá es así.
- Bueno, no pierda la calma…
- Noooo, Doctor, me tomé unas pastillas con una cervecita y estoy bár-babaro…
- Ah…
- Me estoy tomando otra bien fresquita, já.
- Santiago, escúcheme…¿Está seguro de que el hombre vive, por lo menos?
- Güeno…hace un rato se quejaba...
- ¿Dónde se alojan los impactos?
- ¿Lo qué?
- Los balazos, Santiago, ¿dónde?
- Tiene uno acá…en el brazo…hmm…derecho. Otro en la gamba del mismo planis…ferio…Uno directamente en el metacarpiano ilíaco…Uuuh, feo.
- ¿¿¿Dónde???
- (¡¡¡Aaagh!!!) Bueno, acá. Este le duele, se ve, porque se lo toqué y se quejó. Disculpe, maestro…Sana, sana…
- Por Dios, Santiago. Sí, lo escuché. Por suerte vive todavía. Yo no llego allá ni en una hora, tiene que concentrarse, Santiago.
- Lo recagaron a tiros, Doctor. El cuarto lo tiene en el mate.
- ¿¿¿Tiene un tiro en la cabeza????
- Sí. Un asco…Corra el melón para el otro lado, maestro, que se le están salien…
- ¡¡Ese es el fundamental, Santiago!!! ¡Detenga la hemorragia, controle la presión!
- Ah, usté lo dice muy fácil. Che, quédese un poco quieto, pelotudo.
- Santiago, ¿hay orificio de salida?
- No le voy a mirar el orto, Doctor…
- ¿¿¿De qué está hab…???
- Me niego, ¿y qué?
- El disparo en la cabeza, Santiago, ¿tiene otro agujero por donde salió la bala?
- Aaah, me tendría que fijar, ¿no?
- Haga eso, por favor…
- A ver… Tranquilo, negro. Tengo que verte la cabecita del otro lado. (¡¡¡Aaaggg!!) No, no, sin caprichos porque me voy a la mierda... ¿Doctor?
- ¿Sí, Santiago?
- Tenemos suerte, no hay ningún aujerito. ¡¡¡Salud!!!! Tomá un poquito, negro, estás bárb…
- ¡Peor, Santiago! ¡La bala sigue en la cabeza y eso le está produciendo presión!
- Ah…No tomés más, negro.
- Santiago…
- Se ve que tan mal no está, porque me afanó la botella.
- (Gracias, tordo)
- ¿¿¿¿Lo escuchó??? Habla y todo… Basta, negro, te va a dar acidez…
- ¿El paciente está tomando cerveza?
- Y cómo…
- No me lo explico, pero tal vez tengamos suerte…
- Te dije basta…(¡Uh!) Ah, ¿te duele? Entonces soltá…
- Tal vez el disparo en la cabeza pueda esperar…No está en shock, evidentemente…Pero hay que detener cualquier hemorragia…Me preocupa el…
- (¡Dejá la birra, puto!) ¡Shhh!…Te voy a meter una piña, no me dejás escurrrchar al Doctor Villafañe. Disculpe, Doctor.
- Decía que…
- (¿Te aguantás los chispazos, gil? Dame la…) ¡¡¡Shhh!!!
- …me preocupa la posibilidad…
- Doctor Villafañe, un momento…
- Es que no debemos perder tiempo…
- Ya está. Se durmió…
- ¡No, no, despiértelo, Santiago!
- Negrito, despertate.
- Santiago, es importante mantenerlo despierto.
- ¿Negro? ¿No querés más?
- Santiago…
- Dale, negro… ¿Doctor? Creo que se murió.
- Revise…
- No, Doctor, se murió: si no reacciona con la botella en la boca, está muerto.
- Qué tragedia…
- Qué hijo de puta…se la tomó casi toda…
- Lo dejo, Santiago…Esto es terrible…
- Sí, ya cerró el bar...Un gusto, Doctor. Y gracias.

miércoles, septiembre 19, 2007

Interruptus

Entonces entro con mi cuaderno abierto y le digo que no me interrumpa, porque usted siempre me interrumpe y las ideas se me van, le digo. Sí, buenas noches, pero no me interrumpa ni me pregunte nada, porque lo tengo todo escrito, me parece que logré escribirlo todo y así ganamos tiempo, le digo.
Él medio se sonríe y dice como usted prefiera en voz muy baja y me hace un gesto para indicarme la silla, pero yo continúo de pie y dispuesto a leerle, desde el principio, mis escritos, desde la mitad casi exacta de un cuaderno usado que comencé a rellenar hace una semana, desde que tuve la última sesión con él, que ahora se acomoda como quien se resigna pero sin nada de ganas.
Medio cuaderno de los grandes he llenado en estos siete días, pero creo que está todo. No tuve tiempo de revisarlo porque acabé de escribirlo cuando venía para acá en el 343, me quedaba media página y era como una señal de que me faltaba agregar algo, así que en el colectivo la completé. Y ahora, o desde que apreté con violencia la birome sobre el punto final, tengo la sensación de tenerlo todo acá en el cuaderno, todo lo que vengo queriendo decirle a este joven profesional que me escucha desde hace seis meses, pero que siempre me interrumpe, o se empeña en que haga asociaciones en mitad de una frase y yo no funciono así. Me corta el hilo de lo que venía diciendo y me hace asociar y yo digo siempre cosas como pito, tetas, pero ni sé por qué lo digo, no estoy asociando nada, me parece: lo que quiero es que me deje seguir con lo que estaba diciendo.

Así que busco la página marcada y comienzo con un estimado doctor dos puntos. Y explico a continuación que me veo en la necesidad de volcar en el papel algunas cosas, o todas las cosas, que con sus interrupciones no puedo decirle durante la sesión. Culo.
Por ejemplo, hace unos meses le hablaba de unas vacaciones en Azul que me marcaron, cuando ví a mi prima nadando desnuda en el tanque australiano, y usted me preguntó algo y esa pregunta derivó hacia otro tema y el tiempo corre y usted es sumamente estricto con eso. Concha. Así que he empezado a registrar en este cuaderno las ideas que verdaderamente (teta), me gustaría que trabajáramos. Pija. Concha. Aquella vez en Azul yo me toqué, doctor, viendo a mi prima, pero apareció mi madre, que por suerte no llegó a advertir nada, pero yo me quedé muy mal. Paja. Y después vino el problema que le mencioné (tetas), doctor.

Y mientras estoy leyendo advierto que el psiquiatra se está cagando de risa y decido que ya no es una interrupción (concha), es una falta de respeto (pija) y decido no venir nunca más a ver a este pelotudo, pero él hace como que no escucha mi adiós definitivo y cree que voy a volver pronto, porque me saluda con un Hasta los huevos, Pérez.




Nota del 20/9:

Hay un precioso librito de Ariel Arango (que alguien me afanó) llamado "Las malas palabras - Virtudes de la obscenidad" o algo muy parecido a eso. Lo recomiendo encarecidamente. Pérez no lo leyó y así quedó...

lunes, septiembre 17, 2007

Conducta en los conciertos

No vamos por el anís, ni porque hay que ir.
(J. Cortázar – “Conducta en los velorios”)




A toda la familia le interesan las expresiones artísticas, pero sobre todo nos encanta asistir a los conciertos musicales. Claro que hay diferencias entre los gustos de, por ejemplo, mi tío Julio y el de mis hermanitas las mellizas. Sin embargo, la brecha generacional no impide que se respeten a rajatabla todos los géneros y es una delicia cuando los domingos, después de los ravioles, las mellis entonan a dúo “Naranjo en flor”. No ocurre lo mismo, hay que decirlo, cuando el abuelo la emprende pastosa y postizamente con una de Chayanne, y encima se olvida la mitad de la letra.
Tamaña afición musical hace que ir a los conciertos nos encante a todos sin excepción. La posibilidad de ver a nuestros ídolos musicales (a los de cualquiera de la familia, porque vamos todos juntos aunque el artista en cuestión le guste sólo a mi prima la del medio que es un poco sorda), es como la Nochebuena o el cumpleaños de la nona. En cuanto se decide la concurrencia y se ponen en venta las entradas, mi tía la menor, que siempre está embarazada, y mi hermano mayor, el Gordo, se llevan a los once más chiquitos de la familia hasta el punto de venta y consiguen que la dejen adquirir los boletos con preferencia, salvo algunas veces en que debe imponerse mi hermano redondamente a los empujones.
La familia, en todo lo concerniente a un espectáculo al que nos interesa concurrir, funciona como una aceitada máquina que se ha ido perfeccionando con los años.
La tía paridera y mi hermano, entonces, son los encargados de las entradas, acompañados de los más chiquitos. Semejante prole es transportada en el colectivo de mi cuñado, y si coincide con el horario de trabajo, el Cholo saca el autotransporte de su recorrido habitual, pasa a buscar a todos por casa y cambia la ruta en dirección al punto de venta de los tickets. Esto trae algunos problemas con los pasajeros, pero en eso también colabora la enorme presencia y la mirada torva de mi hermano mayor, al cual le desautorizamos sistemáticamente cada propuesta que hace de ir a ver al Doctor Cormillot, y él lo acepta obedientemente. Somos una familia unida, nos encantan los conciertos y cada uno respeta su función.

Eso sí: nos molestan soberanamente las expresiones fuera de lugar y los públicos vesánicos.
Somos entusiastas de la música, pero ya he mencionado el respeto que guardamos por los artistas, y por el resto de los melómanos que asisten fundamentalmente a escuchar. Tararear suavemente, hacer palmas en un estribillo o expresarse al final de un tema, es una cosa. Hacer el tonto es otra, y encima un tonto molesto y guarango, que irrita sobremanera especialmente a mi madre, ex soprano y concertista de cello, ahora dedicada más bien al aero-box.

A nosotros, justamente, no pueden hablarnos de las distintas expresiones que pueden generar los diferentes artistas. A nosotros, que fuimos los treinta y cinco de siempre (sin excepción ni de mi tía embarazada) a ver a los Guns, y que nos dejamos literalmente descontrolar con los solos de Slash, hasta el punto de que mi hermano el Gordo la emprendió a los tortazos con los que tenía alrededor, a nosotros, digo, que estamos más que curtidos, no pueden venir a enseñarnos qué está bien hacer y qué no.
Fuimos a la despedida de los Chalchareros (a todas) y mis tíos y tías dieron cátedra de cómo deben bailarse la zamba y la chacarera, y sin embargo mi madre, con toda su sapiencia, jamás soltó un Do de pecho las veces que fuimos al Colón. Somos ubicados, respetuosos y tolerantes; soportamos a duras penas los comportamientos antisociales, y si el desubique es demasiado, nos vamos y listo.
Entendemos, además, lo de la identificación con el artista, pero nos pareció riesgoso, por ejemplo, que la mitad del público fumara marihuana escuchando a Calamaro en el Gran Rex. Por las alfombras, claro está.
El riesgo de incendio espantó a mi abuela, quien ordenó la inmediata retirada, a pesar de que se reía como loca y de que se fue gritando Viva Perón, Carajo.

Cuando nos sucede algo así, cuando nos arruinan un espectáculo (y lamentablemente nos ha ocurrido varias veces), entra a funcionar otra parte de la maquinaria que también hemos desarrollado. No es una parte que nos complazca, pero sentimos casi el deber de borrar una ignominia con otra.
Cuando nos vemos heridos sensiblemente en un concierto, vamos y arruinamos otro.

Es de destacar que en ningún miembro de la familia ha prendido la cumbia villera. Casi diría que la detestamos.
Por ese motivo, cuando un público imbécil nos estropea un concierto de Serrat, por ejemplo, averiguamos la fecha de la próxima presentación de Supermerkados. No es que nos parezcan los peores, pero por votación familiar fue elegido como el nombre más feo de la cumbiamba.
Allá van, entonces, mi tía, los nenes y el Gordo a buscar las entradas.
Allá vamos los treinta y cinco, aunque en pequeños grupos que se ubican estratégicamente por separado.
Allá van, muy temprano, mi primo el técnico electrónico y mi cuñado el cerrajero que te abre hasta las cajas de Fort Knox si quiere.

En el recinto, todos los hombres consumimos la cerveza de rigor, todos vestimos pantalón de gimnasia y gorrita, y fumamos echándole el aliento en la cara al de al lado. Varias de las mujeres han ensayado el paso de la semana y están investidas en minúsculas minifaldas y convenientemente sudorosas, listas para largar la coreografía cuando mi prima la mayor lo ordene. La mimetización es perfecta: mi padre, que en sus años mozos hizo dos semanas de teatro con Juan Carlos Thorry, pasa simplemente por un viejo borrachín, y la nona lleva una melliza de cada mano, las cuales se muestran alborozadas y hablan a los gritos comiéndose religiosamente todas las eses.
Cuando la maroma está en su esplendor, cuando nuestras chicas ya van por el paso de murga y varios las rodean babeando, cuando el grupejo tiende a entonar un tema absolutamente cursi y meloso, que llaman de amor, lleno de “fuistes”, “engañastes” y con apropiada música suave, es nuestra hora.

Ahí sí mi madre, en el momento de mayor silencio del público, da la nota, literalmente, e irónicamente hasta suele brindar el tono exacto del bodrio que están cantando, pero inconmensurablemente más alto. Es un delgadísimo pero sobrecogedor hilo agudo, una cuerda de plata tensa y vibrante que amenaza con cortarse y suspender, en el mismo acto, todos los sonidos del mundo para siempre.
Inútil que el inútil cantante pretenda taparla con su patética vocecita, inútiles los murmullos, y además inaudibles ante la espléndida voz de mi madre. Los de la familia, a pesar de estar esperando el momento, no podemos evitar un instante de estupefacción cuando la oímos, y quedaríamos extasiados oyéndola, si no comenzara a funcionar lo que preparó mi primo el técnico electrónico. Sobre el final del prístino solo de mi madre, por los equipos mismos de la deplorable banda, arrancan atronadores los acordes iniciales de “Confortably numb” de Pink Floyd. Eso dura unos quince segundos y corta abruptamente, y, en el silencio que sigue, mi ahijado entona el Ave María desde el centro mismo de la sala, y mi madre se le une inmediatamente. Nadie se ha atrevido jamás a interrumpir esa oración cantada, y es el momento en que mis primos jóvenes suben al escenario, custodiados por mi hermano el Gordo que además porta dos enormes automáticas de cachas relucientes. Despojan a los músicos de sus instrumentos, a veces con violencia, y maravillosamente hacen una moderna versión del principio de “Lunita tucumana”, que es cantada desde otro punto de la sala por mis tíos mayores.
La calidad del espectáculo que ofrecemos confunde a la muchedumbre, y hasta los que al principio pretendían silenciarnos, se ven censurados por algunos que han sabido escuchar lo que es bueno.
Antes del estribillo, las mellizas y el resto de las nenas, desde otro rincón, hacen un popurrí de María Elena Walsh, y ahí sí, vamos preparando la retirada.
Es el momento en que el abuelo arranca frenéticamente con “Provócame”, de Chayanne y eso ni nosotros lo soportamos.
Mientras nos acercamos a la puerta de salida, el último truco de mi primo el electrotécnico acalla los gritos del abuelo, y la Quinta Sinfonía se impone, sublime, despidiéndonos, hasta que alguno de los plomos logre desbaratar el meticuloso trabajo del primo y los cables pelados que ha dejado ex profeso.

La única nota amarga de esta abyecta conducta es que, salvando lo del abuelo, no nos vamos convencidos de haber arruinado el espectáculo, sino todo lo contrario.