jueves, diciembre 15, 2011

La artista del lavadero o Diferencias con la gente de Ballester

El lavadero de Matheu y Guemes, en San Martín, ofrece, sin ofrecerlo, un invalorable servicio a sus clientes: le cambia la ropa con la de otros clientes, de acuerdo al infalible criterio de la dueña del lavadero. En efecto: no debe extrañarse uno si lo que recibe difiere sustancialmente de lo que llevó a lavar, y si lo mira con atención, llegará a la conclusión de que el cambio es altamente positivo.

Yo lo noté, al principio, con las medias. Si hay una prenda a la que le resto importancia es a las medias y los zoquetes, y las que llevaba al lavadero (a veces ni siquiera en dúos correctos, a veces apareada una gris oscura con rayitas con otra gris más clara y sin rayas) seguramente eran lo peor de mi bolsa. Con innegable sapiencia, por ahí comenzó su trabajo mi silenciosa asesora de vestuario, a la que yo ingenuamente llamaba la chica del lavadero. Comencé a notar que recibía no sólo pares correctos, sino hermosas medias que por primera vez coincidían con el color de mis trajes, y además no estaban agujereadas como las que yo habías llevado. La primera vez hasta pensé que tal vez sí eran mías y yo no las registraba; la segunda pensé que se trataba de un error comprensible; después entendí.

Fue al notar que me faltaba una remera roja hermosa, pero que a mí me quedaba un poco chica. Me di cuenta como al mes, cuando me crucé con una vecina que llevaba mi remera roja. Y le quedaba mucho mejor que a mí.

No sé si la gente se acuerda de toda su ropa siempre, o si hacen una lista de lo que llevan al lavadero. Yo no, ni lo uno ni lo otro. Tengo cariño por algunas prendas, pero uso la ropa más bien impulsivamente, y nunca sé con exactitud qué llevé a lavar o cuándo desapareció una camisa, o si realmente desapareció o está en casa de mis hermanos o la tiré a la basura o la dejé en una bolsita aparte por si a alguien le sirviera.

Yo vivía, y le daba a mi indumentaria una pelota ínfima. Pero lo de la remera me sorprendió, y que le quedara tan bien a la vecinita, más. Lo relacioné con mis medias nuevas y descarté cualquier tipo de connivencia entre la dueña del lavadero y mi vecina. Supe que había una artista en el barrio de San Martín, una voluntariosa artista silenciosa que velaba por que todos sus clientes nos viéramos cada vez mejor vestidos. Y gratis, además, o casi. Tenemos una asesora de vestuario por el escueto pago de unas fichas de lavarropas. Eso no pasa en Villa Ballester, por ejemplo, que siempre nos miran a los de San Martín como a los primos pobres del campo. Gente abyecta y sin fantasías, que seguramente exige que le devuelvan exactamente lo mismo que entregaron para lavar.

Volviendo a nosotros: algunos crápulas, enterados de la movida, comenzaron a llevar al lavadero su peor ropa, en un intento ruin de sacar ventaja, de cambiar espejitos de colores por oro, digamos. Justicieramente, lo que retiran es la misma porquería que llevaron. Lo sé porque lo he intentado.

La chica del lavadero no solo mejora nuestra vestimenta, también nos mejora como personas.

Preparar la bolsa para el lavadero se ha convertido en una experiencia inédita para nosotros. Nos obligamos a enviar toda la ropa, aún sabiendo que alguna no volverá. Es una mezcla de tristeza y conciencia social, de renunciamiento histórico y de sabernos por una vez mejores a los de Ballester.

Pero en el fondo sabemos que no hay pérdida, que es todo ganancia. Sabemos que el ángel del lavadero obrará a conciencia y nos devolverá algo mejor de los que llevamos, más acorde a nuestras necesidades e idiosincrasia individual. Entonces vamos y venimos del lavadero contentos, y en algunas de nuestras casas humildes se organizan pucheros y reuniones de amigos, nos ponemos de acuerdo entre varios y vamos a retirar las bolsas todos juntos, y después de comer las abrimos y es como una Navidad textil, y mentalmente elegimos lo mejor para ir el sábado a pasear por Ballester, a lo de esos mierdas que jamás soportarían un lavadero como el nuestro.

A veces hay coincidencias, a veces en estas reuniones se da que la ropa que era de uno aparece en la bolsa de otro. Nunca, pero nunca, se ha producido una devolución. Nadie pidió nunca que por favor le permitan retener la chomba amarilla porque era un regalo de la tía, por ejemplo. Muy por el contrario, a lo sumo celebramos la previsión de la tía, que la compró demasiado grande para nosotros y exacta para el feliz nuevo poseedor.

Todas las tías lo entienden y ninguna se ha quejado de que nos desprendiéramos de un regalo. Salvo la tía de Enrique, una vez, pero porque es de Ballester.