jueves, octubre 06, 2011

Gordo de Dios

Mi obesidad es una cuestión de fe. De fe y de lógica pura, también.

Hace años entendí que, al igual que mi alma, mi cuerpo también era sagrado, por ser creación de Dios y guarida necesaria de aquella: razoné que (al menos durante mi estadía en estos valles) mi alma no podía vagar libremente, que imperiosamente necesitaba de un cuerpo que la albergara y protegiera. Y entendí que cada una de mis células, cada uno de los átomos que componen mis células, también son sagrados, y prolongación de Dios.

Esos gozosos descubrimientos me llevaron a inferir que, si cada célula de mi cuerpo es una prolongación de la obra de Dios (o mejor debería decir: prolongación de Dios mismo), a mayor cantidad de células le corresponde una mayor proporción de Dios en el individuo, y una casa mejor y más amplia para el alma.

De ahí a comenzar a engordar hubo apenas un paso.

Descarté de plano el pecado de gula, porque yo no comía para saciar mi apetito humano, sino para tener más Dios en mí, para satisfacer mi apetito insaciable de Dios. Me consagré devotamente a engrosar mi cuerpo, y con cada kilo me sentía más cerca de la Gloria (tan férrea e incontrastable era mi lógica, que ante algunas observaciones acerca de mis ingestas, simplemente respondía “Ah, ¿y quién creéis que puso este lechón sobre la Tierra?” o “Las papas y el aceite de freír también son del Señor”. Todo me llevaba a Dios, todo era un beatífico círculo sagrado, y yo engordaba feliz)

Llegar a los 200 kilos fue para mí el equivalente de 10 peregrinaciones a Luján. En efecto, creí haber encontrado la correspondencia exacta entre el sacrificio del cuerpo y la exaltación del mismo, entre las ampollas en los pies y los centímetros en las caderas, digamos.

Solo que mientras los maratonistas, sin saberlo, dejaban escapar de sí una parte importantísima de Dios (la parte tangible) en forma de sudor, yo la aumentaba ex profeso, la retenía celosamente y la incrementaba en forma de lípidos e hidratos de carbono. Cada Mc Nífica que engullía, era como maná sagrado que el Señor me enviaba, y que yo aceptaba con regocijo. Algunos se sorprendían de que (a veces) me persignara ante una hamburguesa, de modo que en general oraba en silencio, y agrandaba el combo por 3 pesos, siempre.

Las gentes de mi feligresía estaban al tanto del motivo de mi nueva gordura, y me apoyaban fraternalmente, y cuando llegué a los 300 kilos se hizo una pequeña celebración en la iglesia. Incluso comulgué con 7 hostias unidas entre sí por dulce de leche Chimbote, que el Padre Mario en persona se ocupó de untar y pegar.

El sermón de ese día alertaba sobre los peligros de la anorexia diabólica, y yo me sentí cabalmente reivindicado, y en la senda correcta.

Luego empezaron los problemas coronarios, las advertencias de los médicos y las dudas de la comunidad en general, hasta esta última internación que será la definitiva.

Nada me importa ya, porque me he dedicado en cuerpo y alma y he triunfado. Y a propósito: si algunos calculan el peso del alma en 21 gramos, la mía debe andar en el kilo y medio.

Alabado sea el Señor.