miércoles, febrero 27, 2008

Pasajero en tránsito (o no)

Para Laura Beilin


Probablemente una reacción por abstinencia de Clonazepam, o una sobredosis de Escitalopram, o ambas cosas; o nada, abuso de Internet o locura común si es que tal cosa existe, o ataque de pánico para explicarlo de algún modo: delirio nocturno en todo caso, y mal encarado, sin encender ni siquiera el velador o la tele, hundiéndose uno en el fango mierdoso a partir de idea primigenia y totalmente ridícula, o sea que los aviones no pueden volar, que es imposible, pero entonces qué fue, cómo, sobre todo cómo porque ni siquiera suponiendo ilusión óptica y colectiva dan los tiempos, los horarios son una prueba, pero la prueba de qué no se sabe, en este momento no se sabe nada. Si suponemos que todavía no estamos locos o no lo estábamos por lo menos hace un ratito cuando se empezó a pensar en esto, aunque tan mal, entonces el tiempo como solución, el tiempo, hace un tiempo, o darse más tiempo para pensarlo. O menos, en todo caso: no pensarlo de ninguna manera, encender la televisión y subirle el volumen para que ocupe todo como hace siempre. Estupidez a la enésima. O sea que los aviones no podrían levantar vuelo con semejante peso y además gente, mucha gente. Pero hay principios elementales de física y aerodinámica, pero sobre todo de sentido común, aunque sentido común, por otra parte, tan parecido a la locura si no se toman las pastillas adecuadas y además se come en exceso y con culpa, por suerte sin alcohol porque si no iríamos a parar andá a saber adónde. Aunque el alcohol sería una buena explicación, sobre todo si la alternativa es la locura. Oh, el maldito alcohol, sép, pero eso después pasa, a lo sumo deja dolor de cabeza y de estómago. (Hay una idea que tranquiliza un poco a pesar de la grandilocuencia, a saber: que la duda y sus derivados pueden provenir de que hemos creado muchas cosas a partir de tan sólo escribirlas y entonces podríamos habernos convencido de que existe el vuelo en máquinas de acero, y hasta haber engatusado a otros. Pero es seguir sumando ideas ridículas, a lo sumo sirve para el blog, pero no para exorcizar demonios nocturnos). Garganta irritada también, puede ser. Pero pasa, al rato pasa y los artefactos y las ideas raras dejan de dar vueltas y todo es como una mañana de primavera aunque sea pleno agosto. Alguna experiencia juvenil y alucinógena aporta lo suyo y es posible imaginar que hasta la locura remite, qué bueno eso de imaginar que todo pasa y que de la casi locura al sueño placentero hay un pasito apenas.
Qué idiota pensar que todo pasa y se soluciona, cuando se nos han muerto algunos y no se les pasó nada, al contrario, todo se agravó, fueron empeorando, y además qué es esto de no querer pensar, pensemos lo que sea necesario y más, para eso nos criamos viendo a Carl Sagan, aunque también Castaneda y lo que aceptamos como realidad es apenas una descripción del mundo, una de las muchas descripciones posibles, y andá a confiarte demasiado en tus sentidos (esto todavía es aplicable a los aviones sí o los aviones no, aunque a esta altura ya no importa). Si no lo veo no lo creo, dice uno también frente al espejo, y hasta parece bastante conforme si ve y hasta es capaz de admitir que ya pasaron 43 años. O sea que el tiempo como solución es tramposo, mejor hubiera resultado no haber ni escuchado hablar de Sagan o agujeros negros o Castaneda o tantos otros aunque con temas más profundos que avioncitos, al final el capitán Beatty tenía razón y leer termina haciéndote mal. Bradbury lo quema o lo hace quemar al tal Beatty, pero primero lo deja hablar un poco y a lo mejor el pobre capitán iba a advertir que una noche terminaríamos por no saber si los aviones vuelan o no, y de ahí podés ir casi a cualquier lado. Es como admitir que realmente pasaron 43 años aunque fueron como una exhalación (y entonces igual de rápido vendrá lo que sigue y lo otro, es una pregunta para hacerse pero ahora mejor no), y que mediante la refracción de la luz, aunque invertida según alguno de los mencionados principios de física y otros de óptica que ahora se escapan, eso que apenas se ve en el espejo tiene algún significado y peso en alguna parte, en otra parte en todo caso, porque acá con las luces apagadas no da para hacerse muchas ilusiones, aunque hasta es posible admitir, ya un poco más acá de la tontería nocturna, que no importa si vuelan o no, en todo caso la mayoría admite que sí y hasta hay un sindicato de pilotos de aeronaves. Bueno sería ponerse en contra un sindicato, a esta hora de la madrugada y sin luz.

lunes, febrero 25, 2008

Pasajero en tránsito


Mientras espero casi escondido a que se me pase de a poco el bajón de la vuelta y aprovecho para visitar sólo a aquellos familiares y amigos que, generosamente, me ponen al tanto de sus cosas sin preguntarme demasiado por mis vacaciones (porque no hay nada más amargo que ponerse a contar sobre el pucho todo lo bueno que ya pasó, y para colmó pasó recién, y pobre consuelo es pensar que en 12 meses tal vez, quizás…), me doy cuenta de que tampoco evoco para mí nada de estas vacaciones. Las únicas sensaciones que se imponen casi contra mi voluntad son las de los aviones: en este viaje a Brasil tuve que cambiar varias veces de avión y hacer muchas escalas. Por suerte.

Me encantan los despegues y los aterrizajes, aunque todo lo del medio por mí pueden sacarlo, incluso las azafatas bonitas. Además, eso de comer con cubiertos de plástico y de que te dé vergüenza pedir más Coca Cola no es lo que se llama en mi barrio una comida.
Pero despegar y aterrizar me sigue pareciendo ciencia-ficción.

Me ubico siempre en la ventanilla justo detrás del ala, para poder seguir cada movimiento de “estiramiento”, “repliegue” y “frenado” del aparato. Tampoco sé (ni me interesa) cómo es el nombre correcto de esos procesos, ni cuáles de todas las partecitas que se mueven son los famosos flaps, ni nada de eso. Nunca me interesó conocer el backstage o los efectos especiales usados en las películas. Menos en la vida real.

A la enorme mayoría de los pasajeros pareciera que el vuelo le resulta aburridísimo: leen o hacen cómo que duermen durante las partes (para mí) más interesantes. Ignoro si es que vuelan a cada rato, si es que les da miedo o si es que se sienten estúpidos mirando embelesados por la ventanilla (que es lo que hago yo, y hasta me peleo con mi acompañante ocasional y no le dejo ver nada, nunca)
Solamente parecen interesarse si el avión entra en una turbulencia o hace un viraje exagerado. A mí eso me da miedo, directamente, y entonces le saco charla a mi acompañante o trato de pedirles cosas a las azafatas que, por supuesto, me ignoran hasta que pasa la maroma. Pero la mayoría de las veces el avión, una vez estabilizado, ni se mueve, y eso sí es bastante aburrido.
Aterrizar es lindo: es como ir viendo las cosas con el Goggle Earth, pero en directo, y es mágico atravesar el punto en que las cosas dejan de parecer de juguete y se vuelven reales, aunque con un poco de imaginación eso puede soslayarse, y soñar durante un rato que se aterrizó en un mundo completamente extraño, donde esos seres diminutos que se veían desde el aire estarán esperando asombrados a que bajemos por la escalerilla.

Pero lo mejor es el despegue.
Hasta ahora todos los pilotos han hecho lo mismo: llevan cuidadosamente el avión hasta el lugar de partida y hacen como una pausa dramática, como el torero en puntas de pie con la espada en alto. Recuerdo que la primera vez que volé pensé que durante ese plácido recorrido el aparato iba a levantar vuelo, y me sentí un poco decepcionado.
No sabía que antes de lanzarlo tienen que acomodarlo suavemente, esperar la autorización, hacer las últimas verificaciones…

Y después sí viene el trueno enorme de los motores, todavía sin hacer avanzar al monstruo, como un dragón probando la garganta, regocijándose del propio fuego poderoso en las entrañas, batiendo las alas un poco, estirándolas para comprobar lo enorme que son antes de elevarse a las nubes. Después sí viene la carrera que nos hunde en la butaca y nos inmoviliza con el puro poder de la gran velocidad. Después sí estamos enseguida llegando a los 200 kilómetros por hora y a punto de gritar de alegría o algo parecido, júbilo tal vez o vértigo, hasta que el vacío se abre bajo el vientre del dragón y él ruge más fuerte y se hace inalcanzable para todo lo que camina o se arrastra.

Mientras me acomodo a los horarios y obligaciones terrestres y me vuelve la necesidad de contar cosas, disfruto recordando los últimos dragones voladores que me llevaron y espero que no se extingan, o mejor, espero que se extingan los San Jorges y demás aficionados a los backstages y a que les cuenten cómo se saca el conejo de la galera.
Fuego Eterno para todos ellos.