jueves, marzo 10, 2011

El Maestro

Al maestro Bermúdez lo apreciábamos por muchas cosas, pero sobre todo por su proverbial inocencia, por su absoluta falta de malicia y dobles sentidos. Lo valorábamos, por supuesto, por su prosa elegante, por ser el escritor insigne de Lugano, por su ya legendaria obra poética y por su enorme capacidad pedagógica; buscábamos siempre su mesa en el bar, o lo invitábamos a la nuestra, y el maestro accedía siempre con la humildad de los grandes. Pero nunca dejaba de asombrarnos que un tipo tan inteligente y culto fuera a la vez tan simple, tan pajarito como para no ver una segunda intención que a veces era directamente alevosa. Nos asombraba pero nos encantaba que el maestro fuera así, tan angelical, tan sano. Alguien decía, por ejemplo:

- Hoy voy a tratar de darle de comer a la nutria, hace como un mes que no prueba nada, pobrecita.

Y el Maestro preguntaba:

- ¿Usted tiene una nutria? ¿Y aguanta tanto tiempo sin comida?

A veces era desesperante, el Maestro. Algunos no le creían cuando preguntaba cosas así, o cuando era él mismo el que relataba cosas desopilantes y todos tratábamos de descubrirle una media sonrisa, una señal de que estaba jodiendo o buscando complicidad. Como cuando contó que fue a verlo la Cinthia Goretta con unos poemas eróticos que había escrito ella misma. Y todos la conocíamos a Cinthia, sabíamos lo atorrantita que era y cómo se vestía, y que tenía más puestas de espaldas que el Caballero Rojo. Más perforaciones que Texas, decía Luisito, y el Maestro lo miraba sin entender y nos seguía contando que no solamente la hizo pasar y obviamente le escuchó los poemas, sino que le parecieron bastante buenos, muy osados pero bien escritos, intensos.

- Movilizadores – decía el Maestro, y todo el bar contenía la risa, tentadísimos de agregar por lo menos 20 opciones de cosas que podía movilizarnos la Cinthia a cualquiera de nosotros. Pero al maestro Bermúdez no. El Maestro había escuchado de boca de la propia autora que la Cinthia quería que la poseyera un unicornio lúbrico, que quería desintegrarse en un orgasmo como de lava precámbrica, que por las noches gritaba en silencio tu nombre y no sólo con la boca sino con los orificios más diversos y dispuestos. Nos imaginábamos, por supuesto (y el ambiente sórdido del bar ayudaba bastante), a la Cinthia arrebujada en el viejo sofá de Bermúdez, en minifalda y descalza, declarando con evidente emoción que quería cantar a dúo la inefable sinfonía de los cuerpos desnudos.

La ilusión se derrumbaba inexorablemente cuando nos imaginábamos, también, que el Maestro la había escuchado sin que se le alterara el pulso, sin que las imágenes irremediablemente se le transformaran en una invitación, sin verla como a una atorrantita que muy probablemente se le estaba ofreciendo; atento, en todo caso, a una aliteración mal formulada o a una metáfora deslumbrante. Bermúdez nos demolía cualquier ilusión degenerada, pero al mismo tiempo lo admirábamos más.

Porque no era un viejo chocho, lo del Maestro no era reblandecimiento ni cosa por el estilo. Andaría por los 60, pero era un tipo fuerte, de campo, bien cuidado. No era por senilidad o tontería, era inocencia genuina y falta de maldad. En todo caso al Maestro no podía verle otro lado a algunas cosas. No le salía, ni lo divertían esas cosas, y había que aceptarlo así.

- El tipo es un poeta - razonaba Marinelli -, anda siempre en su nube de pedos. Se cuelga de los heliotropos, ¿me entendés? Capaz que se queda extasiado con cosas que para nosotros son pelotudeces, y se le escapan las pelotudeces que a nosotros nos divierten.

- Pero no son cosas tan excluyentes, che. Podés ser poeta y entender los chistes.

- Y además es un tipo de barrio, Marinelli, no es un Lord Byron como para no seguir una conversación de café.

Al final siempre lo justificábamos de alguna forma, porque lo queríamos al Maestro y además porque nos dolía pensar que en otros ambientes tal vez fueran menos piadosos. Porque hay que reconocernos que jamás, en los años que frecuentamos al maestro Bermúdez, jamás alguno de nosotros le faltó el respeto o se abusó de su inocencia o lo tomó de punto. Y nos imaginábamos que no en todos los grupos le harían esa deferencia, menos todavía en algunos círculos intelectuales donde tal vez lo vieran como a un inferior o como una vieja reliquia que convenía descartar. Entonces lo analizábamos a veces mientras él no estaba, lo criticábamos un poco, pero en cuanto lo veíamos aparecer le dábamos el lugar que se había sabido ganar, a pesar de la ingenuidad del Maestro.

Contemporizábamos, y hacíamos bien. En el fondo nosotros nunca lo vimos como a un boludo, y yo creo que por eso nos sentimos tan contentos al final de esa noche que había empezado tan mal. Ni me acuerdo quién lo trajo a Goretta esa noche, porque realmente no era amigo de ninguno: lo más probable es que no haya venido invitado, que Goretta anduviera de casualidad por el bar y como era el mecánico de los autos de varios, simplemente habrá saludado y se quedó en la mesa. El Maestro llegó más tarde ese día, como todos los jueves, y estaba particularmente distraído, contento por algún motivo desconocido, soñador. En su nube de pedos, digamos.

El mecánico lo sacó de entrada a Bermúdez, le advirtió la ternura y en cuanto pudo lo cacheteó. El Maestro dijo en un momento "Qué linda noche, ¿no?" y Goretta dijo muy bajito: "Pa' culearlo". Alguno se rió inevitablemente, pero sólo hasta que cayó en la cuenta de que era Bermúdez el destinatario, y al maestro no se le hacían ni siquiera esos retruques de primaria. Al rato Marinelli contaba que le habían pasado un dato para la cuarta de Palermo, pero no tenía mucha confianza, decía, porque el datero era una máquina de generar sapos, pero Marinelli nos avisaba de todas formas por si alguno quería jugar unos boletos. Él mismo iba a anotarse con 50 nacionales, porque si el burro llegaba a ganar y él no se había prendido iba a tener que cercenarse la poronga a la altura del codo, más o menos. Unos cuantos dijeron que querían participar y Marinelli los anotaba en una libretita.

- A mí me gustaría prenderme, Marinelli - dijo el Maestro.

- Cómo no - dijo Marinelli - pero mire que no hay garantías, maestro. El último caballo que me datearon todavía está corriendo...

- Y bueno, pero el que no arriesga no gana, ¿no?

- ¿Cuánto le anoto, maestro?

- ¿Cómo se llama el caballo?

- Se llama Blue Insider, es un nieto de Potrillazo...¿le interesa el pedigree, Maestro?

- No, es que si no me gusta el nombre le juego poquito.

- Ah, no, es un boludo importante - dijo el mecánico y después directamente le gritó a Bermúdez:- Señor, acá hay otro que se llama Mitripazo, ¿le gusta?

- Bueno, sí...

- ¿Le gusta Mitripazo? - y se cagaba de risa Goretta, se le saltaban las lágrimas y le decía al de al lado: - ¡Es un tarado!

- Pero igual - le explicaba el Maestro - ya me comprometí con el señor Marinelli, y entonces...

Lloraba de la risa, el mecánico, y nos hacía sentir bastante culpables.

Muy pronto, antes de que verdaderamente la sangre llegara al río, los poquitos que todavía le hacían un coro mínimo al mecánico se llamaron a silencio, y el mecánico debe haberse aburrido. En cuanto llegó la noticia de que el caballo de Marinelli había entrado noveno, Goretta se levantó para irse.

- ¿Se da cuenta? - le dijo al Maestro al saludarlo- tendría que haberse prendido de Mitripazo.

- La verdad que sí - dijo el Maestro con tristeza, y el otro se fue aguantando la risa.

El Maestro preguntó al rato quién era este muchacho que se acababa de retirar, y le dijeron que era Goretta, el mecánico.

- Es el padre de la Cinthia, Maestro, ¿se acuerda? ¿La chica que le fue a leer poemas aquella vez?
- Ah - dijo el maestro, y enseguida empezó a reírse. Trató de contenerse un momento y después estalló en carcajadas enormes, incontenibles - Sí, sí, ¿cómo no recordarla si viene todos los jueves a casa? Por eso llego más tarde los jueves.

- ¿Le sigue llevando poemas?

- No, le viene a dar de comer a mi nutria - dijo el Maestro estrenando una sonrisa cínica - Y hay que ver el cariño que le ha tomado.