Algunos, muy pocos, imaginan algo distinto. La mayoría supone lo más lógico: que los pelos se tiran a la basura. Otros pueden, tal vez, llegar a pensar que van a parar a oscuros fabricantes de pelucas o de tapados, o cosas así, ridículas.
Incluso preguntan. Cuando ven sus propios cabellos esparcidos por el suelo, y sobre todo si ha comenzado la deplorable calvicie, a veces se animan y preguntan si una peluca, un tónico, un implante… Lo dicen medio en broma, pero lo dicen.
Entonces actúa, primero, la mirada que hemos desarrollado hace mucho: ante cualquier referencia a los pelos recién cortados (a nuestros pelos), primero los miramos, y sólo después de que la mirada los ha calado íntimamente, les decimos algo.
Les hablamos de tratamientos, de lociones casi milagrosas, de nuevos métodos. Llevamos su atención al cabello que aún les queda, y que nos interesa que conserven en buenas condiciones, y logramos que olviden el que recién les cortamos, que es nuestro.
Hemos observado que una forma de que olviden más fácilmente los mechones del suelo es hacerlos desaparecer lo más pronto posible de sus vistas, y adiestramos a nuestras mujeres para ese menester; de hecho, lo recogen apenas toca el piso: cuatro o más acólitas recorren silenciosamente el amplio salón y mantienen el azulejado casi libre de cabellos. Los clientes aprecian esa pulcritud, esa esmerada atención, y nos recomiendan a sus amigos.
La clientela crece, y con ello nuestro regocijo.
Pero a otros los sorprende el empeño de las hermanitas, y sabemos de alguno que hizo comentarios. La mirada, y la navaja en alto, como ritualmente detenida, hicieron palidecer al indiscreto. Y luego vino la respuesta breve que no admite réplica: reglas de la casa, y la navaja que desciende velozmente, y el ruidoso trago de saliva del cliente que no volverá a preguntar.
Hay pelo que no nos sirve. La pelambre desnutrida de un viejo, o el epitelio maltratado por sucesivas tinturas, son descartados inmediatamente.
Por supuesto, mantenemos las apariencias, y los atendemos disimulando la molestia que nos causan.
Estos pellejos tienen además una útil finalidad, y también son retirados inmediatamente, pero no van al cuarto carmesí.
Pasan directamente a las bolsas de plástico semitransparente, con nuestro logo, que diariamente depositamos para el basurero, y que son nuestra prueba, y así nadie sospecha nada, nunca.
Cada tanto nos envían algún novato, y son épocas de mucha tensión: son jóvenes y hambrientos, y cortan con avidez, provocan clientes indignados y llegan incluso a lastimarlos.
A pesar de las severas recomendaciones que les hacemos en cuanto llegan, a pesar del duro entrenamiento que han recibido, a veces el instinto los traiciona. Tenemos que observarlos constantemente, y sobre todo mantenerlos alejados del cuarto carmesí.
Excepcionalmente hemos expulsado a alguno, previa consulta con los líderes.
No fue agradable lo que le hicimos, pero no podemos exponernos por un hermanito demasiado voraz.
No: los cabellos deben seguir cayendo con gracia, lentamente; deben seguir formando curiosos arabescos negros, amarillos, rojos…sobre el piso invariablemente blanco.
Así ha sido y así será: una ceremonia lenta, convenida, una víctima ilesa, una indolora mutilación cíclica, y las hermanitas guardando lo que nos sirve, clasificándolo, entregándolo con gozosa devoción al que custodia el cuarto carmesí.
Incluso preguntan. Cuando ven sus propios cabellos esparcidos por el suelo, y sobre todo si ha comenzado la deplorable calvicie, a veces se animan y preguntan si una peluca, un tónico, un implante… Lo dicen medio en broma, pero lo dicen.
Entonces actúa, primero, la mirada que hemos desarrollado hace mucho: ante cualquier referencia a los pelos recién cortados (a nuestros pelos), primero los miramos, y sólo después de que la mirada los ha calado íntimamente, les decimos algo.
Les hablamos de tratamientos, de lociones casi milagrosas, de nuevos métodos. Llevamos su atención al cabello que aún les queda, y que nos interesa que conserven en buenas condiciones, y logramos que olviden el que recién les cortamos, que es nuestro.
Hemos observado que una forma de que olviden más fácilmente los mechones del suelo es hacerlos desaparecer lo más pronto posible de sus vistas, y adiestramos a nuestras mujeres para ese menester; de hecho, lo recogen apenas toca el piso: cuatro o más acólitas recorren silenciosamente el amplio salón y mantienen el azulejado casi libre de cabellos. Los clientes aprecian esa pulcritud, esa esmerada atención, y nos recomiendan a sus amigos.
La clientela crece, y con ello nuestro regocijo.
Pero a otros los sorprende el empeño de las hermanitas, y sabemos de alguno que hizo comentarios. La mirada, y la navaja en alto, como ritualmente detenida, hicieron palidecer al indiscreto. Y luego vino la respuesta breve que no admite réplica: reglas de la casa, y la navaja que desciende velozmente, y el ruidoso trago de saliva del cliente que no volverá a preguntar.
Hay pelo que no nos sirve. La pelambre desnutrida de un viejo, o el epitelio maltratado por sucesivas tinturas, son descartados inmediatamente.
Por supuesto, mantenemos las apariencias, y los atendemos disimulando la molestia que nos causan.
Estos pellejos tienen además una útil finalidad, y también son retirados inmediatamente, pero no van al cuarto carmesí.
Pasan directamente a las bolsas de plástico semitransparente, con nuestro logo, que diariamente depositamos para el basurero, y que son nuestra prueba, y así nadie sospecha nada, nunca.
Cada tanto nos envían algún novato, y son épocas de mucha tensión: son jóvenes y hambrientos, y cortan con avidez, provocan clientes indignados y llegan incluso a lastimarlos.
A pesar de las severas recomendaciones que les hacemos en cuanto llegan, a pesar del duro entrenamiento que han recibido, a veces el instinto los traiciona. Tenemos que observarlos constantemente, y sobre todo mantenerlos alejados del cuarto carmesí.
Excepcionalmente hemos expulsado a alguno, previa consulta con los líderes.
No fue agradable lo que le hicimos, pero no podemos exponernos por un hermanito demasiado voraz.
No: los cabellos deben seguir cayendo con gracia, lentamente; deben seguir formando curiosos arabescos negros, amarillos, rojos…sobre el piso invariablemente blanco.
Así ha sido y así será: una ceremonia lenta, convenida, una víctima ilesa, una indolora mutilación cíclica, y las hermanitas guardando lo que nos sirve, clasificándolo, entregándolo con gozosa devoción al que custodia el cuarto carmesí.
5 comentarios:
creo que tenes que comprar la maquinita!!!
¡Fascinante! ¿Serán dela secta de los "pilófagos"? Un abrazo.
MARTIN: Fuera de broma, se me ocurrió en la peluquería...qué tipo retorcido, ¿no?
EL PROFE: Muchísimas gracias. Seguramente son parásitos, como todos los peluqueros. Otro abrazo!
en el cuarto carmesí lo tienen encerrado a Giordano???
No le abran, por favor!
saludos
Giordano se encierra solo, me parece. Es más: creo que fue el expulsado, por pelotudo...
Saludos!
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