miércoles, abril 28, 2010

2007 - Los círculos de fuego


Esto no es un cuento.
(‘Esto no es una pipa’ – René Magritte)

El círculo de fuego que me rodea tiene unos seis metros de diámetro, y no es perfecto. Tampoco es uniforme la altura de las llamas: algunas sobrepasan largamente los cuatro metros y otras no llegan a los dos o tres. De todas formas, en cualquier lugar el fuego supera mi estatura. En el centro del círculo es donde reflexiono o desespero; también, es donde me rearmo para intentar otra fuga. Ya lo dije: las llamas son desiguales. Pero no dije: sé que hay huecos entre ellas.
Lo sé porque los he vislumbrado entre el infierno. Hace mucho tiempo hice marcas en el suelo para orientarme, pero los huecos sin fuego (las salidas) nunca permanecen en el mismo lugar. También hice marcas para no ir hacia determinados lugares, pero fueron tan inútiles como las otras: tampoco las llamas permanecen iguales. Todo cambia constantemente. Con desesperación (con miedo, también), intenté borrar todas las señales y ahora el suelo de mi prisión es un caos de huellas sobre huellas. Por suerte, la intensidad de las llamas tampoco me permite ver con claridad esas señales de mis fracasos, que me debilitarían. Así que, en cierta forma, el fuego también me mantiene vivo, y alerta. Debo cuidarme de no caminar enceguecido o me convertiría en una pira humana enseguida. Muchas veces me he acercado demasiado a los lugares nefastos, y las llamas mordieron mi carne y la laceraron malamente, aunque todavía resisto, y quiero salir.

Sólo el centro permanece inalterable. Cuando consigo volver a él, después de un intento especialmente doloroso o cuando no puedo evitar gritarles a las llamas y dejarme arrastrar al desaliento, luego descubro que el centro permanece inalterable. No sin que pase un tiempo, claro está. Pero el centro, que es el punto más alejado de las llamas, tiene propiedades curativas y al cabo vuelven la cordura o la cicatrización. Este centro, con todos sus poderes, tampoco pretende retenerme. Al contrario: él y yo, que somos lo mismo en esencia, sabemos que la misión es atravesar el muro de fuego, descubrir el instante preciso en que las salidas estarán al alcance, y salir.
Ya lo hemos hecho antes, sueño a veces que me dice una voz supuestamente alentadora. Pero al despertar, esos son los días más terribles, cuando no puedo evitar aullar horas enteras ante las llamas más altas, o quemarme tal vez a conciencia, como castigo. Porque si ya he salido, me pregunto, por qué he vuelto. O acaso éste sea otro círculo: me parece recordar otros, pero en esos días no confío demasiado en mi mente.

Pero el centro permanece inalterable, y cuando pretendo resguardarme en él y curarme, y tal vez quedarme en ese preciso lugar para siempre, él y yo, que somos lo mismo en esencia, sabemos que la misión es salir. Y que tal vez sólo pasemos al círculo siguiente, pero confiamos en que haya más salidas o menos fragor en los fuegos. Y entonces abandono el centro, y continúo buscando, y las llamas parecen menos pavorosas por un tiempo.
Y he descubierto lo más importante, aunque todavía no he podido llevarlo a la práctica: el verdadero logro sería llevarme el centro (que es mi esencia) conmigo, colgármelo como un talismán indestructible antes de intentar el pasaje, y profetizo que una vez que lo logre los fuegos se mostrarán sumisos, y me enseñarán las salidas con respeto.

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