Nos pasa algo a los argentinos con el miedo, con las historias extrañas que no tienen explicación lógica o que por algún motivo producen jabón. Sobre todo nos pasa que no tenemos ningún pudor en contarlas en público. Es un asunto de idiosincrasia, parece, o es que en grupo nos animamos más, sobre todo a decir pavadas. Es bastante raro en nosotros eso de abrirnos y mostrarnos frágiles, eso de quedar a un paso del ridículo y de la cobardía.
Conociéndonos, hay que suponer que lo hacemos para esconder algo peor.
Es decir: en cualquier reunión es bastante posible encontrar un contador de chistes; a lo sumo dos.
Somos conscientes de que es difícil contarlos bien, con gracia, sin olvidarse nada. Y hasta sabiendo unos cuentos buenísimos, habiendo un contador oficial mucha gente prefiere callarse, por vergüenza o pudor, o porque no le interesan mayormente esas historias, o por no quitarle protagonismo al gracioso.
Sin embargo, si en la misma reunión sale el tema de los fantasmas, por ejemplo, habrá que prepararse para escuchar a todos y esperar religiosamente el turno para contar la propia experiencia sobrenatural, que tenemos todos, y si no la inventamos.
Desde las tradicionales luces malas, pasando por tableros Ouija y derivando en oscuridades de todo tipo, sin escapar jamás de la muerta que dejó el suéter en el colectivo y que había subido en la parada del cementerio zonal (cuando vivía en Villa Adelina, me la contaron como cercana al cementerio de Boulogne, y cada vez que me mudé me la contaron con otro domicilio mortal)
Juegos de la copa, lobizones, platos voladores, poltergeist…Todos tenemos algo misterioso para contar, y hasta tenemos el aval oficial: el presidente apadrina cualquier séptimo hijo varón, por las dudas de que se emperre las noches de luna llena, o que se convierta en Juanjo Camero que es peor.
Eso no pasa en todos los países. En general los presidentes están ocupados en cosas más importantes. Acá va el Presidente y te libera al pibe de la licantropía, apadrinándolo. Otra que los Padrinos Mágicos.
Es curioso que abnegadas maestras y circunspectos economistas, gente seria que jamás eructa sin taparse la boca y que festeja los mejores chistes con apenas una sonrisa, es decir gente ubicada, medida, de perfil subterráneo y escasa tendencia a la exposición pública, se enzarce en apasionadas rondas de aparecidos y hasta dé la impresión de bolacear descaradamente para llevarse el título del Más Tenebroso de la Noche. Gente que no habla del fútbol y de la tele por considerarlos intrascendentes, que jamás lee un horóscopo porque carece de rigor científico y que duda sanamente de las religiones y de las brujas. Pero que las hay, las hay, parece. Sobre todo en el Juego de la Copa.
Y te dicen:
- Nosotros, el juego de la copa, nunca más. Con lo que nos pasó la última vez…,¿te acordás, Sari?
- Fue tremendo – dice Sarita. – Un miedo…
Y te cuentan: que se les apareció Leonardo Simons y les dijo que no se había suicidado; que hablaron con Evita y les dijo quién tiene las manos del General; que se presentó un tío muerto hace mucho y no sabés las cosas que contó de la familia, todo cierto…
Es rarísimo que los que practican ese juego no tengan una historia truculenta para contar. Y te la cuentan, por supuesto.
Y dan el pie para que se vengan los marcianos, etc.
O sea que el delirio se fortifica en grupo, al contrario de lo que podría creerse. La paranoia se intensifica y la histeria se contagia.
Por un lado se cuentan las historias porque (supuestamente) se está seguro en el grupo.
Pero el grupo no te hace sentir más seguro, al contrario: nadie te corta y te explica que estás diciendo estupideces. Cada uno que pasa la va embarrando más, y a la cuarta historia empezás a mirar al que tenés al lado a ver si no le crecieron los colmillos…
¿Para qué se cuentan, entonces? Si no es para espantar los demonios y quedarse tranquilos de que no hay monstruos en el ropero, ¿para qué se relatan esas porquerías que después no te dejan dormir? ¿Por la adrenalina?
Conociéndonos, hay que suponer que lo hacemos para esconder algo peor.
Es decir: en cualquier reunión es bastante posible encontrar un contador de chistes; a lo sumo dos.
Somos conscientes de que es difícil contarlos bien, con gracia, sin olvidarse nada. Y hasta sabiendo unos cuentos buenísimos, habiendo un contador oficial mucha gente prefiere callarse, por vergüenza o pudor, o porque no le interesan mayormente esas historias, o por no quitarle protagonismo al gracioso.
Sin embargo, si en la misma reunión sale el tema de los fantasmas, por ejemplo, habrá que prepararse para escuchar a todos y esperar religiosamente el turno para contar la propia experiencia sobrenatural, que tenemos todos, y si no la inventamos.
Desde las tradicionales luces malas, pasando por tableros Ouija y derivando en oscuridades de todo tipo, sin escapar jamás de la muerta que dejó el suéter en el colectivo y que había subido en la parada del cementerio zonal (cuando vivía en Villa Adelina, me la contaron como cercana al cementerio de Boulogne, y cada vez que me mudé me la contaron con otro domicilio mortal)
Juegos de la copa, lobizones, platos voladores, poltergeist…Todos tenemos algo misterioso para contar, y hasta tenemos el aval oficial: el presidente apadrina cualquier séptimo hijo varón, por las dudas de que se emperre las noches de luna llena, o que se convierta en Juanjo Camero que es peor.
Eso no pasa en todos los países. En general los presidentes están ocupados en cosas más importantes. Acá va el Presidente y te libera al pibe de la licantropía, apadrinándolo. Otra que los Padrinos Mágicos.
Es curioso que abnegadas maestras y circunspectos economistas, gente seria que jamás eructa sin taparse la boca y que festeja los mejores chistes con apenas una sonrisa, es decir gente ubicada, medida, de perfil subterráneo y escasa tendencia a la exposición pública, se enzarce en apasionadas rondas de aparecidos y hasta dé la impresión de bolacear descaradamente para llevarse el título del Más Tenebroso de la Noche. Gente que no habla del fútbol y de la tele por considerarlos intrascendentes, que jamás lee un horóscopo porque carece de rigor científico y que duda sanamente de las religiones y de las brujas. Pero que las hay, las hay, parece. Sobre todo en el Juego de la Copa.
Y te dicen:
- Nosotros, el juego de la copa, nunca más. Con lo que nos pasó la última vez…,¿te acordás, Sari?
- Fue tremendo – dice Sarita. – Un miedo…
Y te cuentan: que se les apareció Leonardo Simons y les dijo que no se había suicidado; que hablaron con Evita y les dijo quién tiene las manos del General; que se presentó un tío muerto hace mucho y no sabés las cosas que contó de la familia, todo cierto…
Es rarísimo que los que practican ese juego no tengan una historia truculenta para contar. Y te la cuentan, por supuesto.
Y dan el pie para que se vengan los marcianos, etc.
O sea que el delirio se fortifica en grupo, al contrario de lo que podría creerse. La paranoia se intensifica y la histeria se contagia.
Por un lado se cuentan las historias porque (supuestamente) se está seguro en el grupo.
Pero el grupo no te hace sentir más seguro, al contrario: nadie te corta y te explica que estás diciendo estupideces. Cada uno que pasa la va embarrando más, y a la cuarta historia empezás a mirar al que tenés al lado a ver si no le crecieron los colmillos…
¿Para qué se cuentan, entonces? Si no es para espantar los demonios y quedarse tranquilos de que no hay monstruos en el ropero, ¿para qué se relatan esas porquerías que después no te dejan dormir? ¿Por la adrenalina?
Tibio, tibio.
Tengo una teoría que puede muy bien ser la explicación psicológica de esta conducta.
Yo creo que contamos esas historias para calentarnos, mutua e inconscientemente.
Veamos la situación:
Estamos todos perfumados y vestiditos para la ocasión; ya han corrido el alcohol y (tal vez) algunas miradas lánguidas; ya nos hemos reído con los chistes (muchos han sido procaces, explícitos: se ha hablado de conchas y de pijas): estamos distendidos y queremos más. Alguien le agrega un componente que nos cae como el ron con el café: cuenta una historia horripilante, y la adrenalina empieza a fluir.
Creemos que estamos un poco asustados, pero en realidad estamos empezando a calentarnos, y por supuesto no queremos que se corte.
Al contrario: queremos participar activamente, y que la cosa vaya in crescendo.
De otra forma, ¿por qué nadie pide que se terminen ese tipo de relatos espantosos?
Porque es lindo ver a las chicas con las pupilas dilatadas y la boca expectante, tal vez. Y porque a ellas les gusta buscar un viril brazo protector en estas ocasiones.
La mayoría no somos nórdicos superados, ni swingers criollos. Casi nunca estas cosas terminarán en sexo grupal. La mayoría de las reuniones virará de pronto el tema de las conversaciones hacia el fútbol o la política. Y los ánimos se caldearán, pero de otra manera. Alguien propondrá mate y por un rato volveremos al fogón de nuestras juventudes, y todos amigos como siempre, o más.
Seguramente más, porque, sin saberlo, habremos participado de la variante autóctona de una orgía, donde nuestra pasión por los relatos extraordinarios nos habrá llenado, además, de sensaciones increíbles y con el agregado valiosísimo de que fue grupal, y probablemente sea lo más cercano que estaremos nunca de una orgía verdadera, por lo menos con gente conocida, que es lo más lindo.
1 comentario:
WOW! Final inesperado!
Me gustó el texto
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