/// (fragmento)
Ahora, nuestra vida es así: un mes más, un pulóver más. Y no sólo un pulóver. Medias de lana, gorros, guantes, calzoncillos largos, pasamontañas, camperas, tapados, chalinas, ponchos, hojas de diario en el pecho, Aseptobrón mezclado con coñac... Nada es suficiente. Siempre tenemos frío.
Vestirnos es, para nosotros, el primer desafío del día. Y el primer recordatorio de nuestra condición de viejos. Y no es el único inconveniente, por supuesto. La superpoblación de abrigos que debemos portar dificulta nuestros movimientos. Es cierto que hemos perdido gran parte de nuestra agilidad (que la supimos tener, y mucha, si me permite la jactancia). Pero mucha de nuestra torpeza de movimientos es debida al sobrepeso de lana, corderoy, cuero y demás ropaje grueso. ¿Y para qué? Para que encima de todo lo que debemos soportar, nos tilden de torpes. ¿Qué pretenden? ¿Qué hagamos acrobacia? Si a nuestras ya de por sí entumecidas articulaciones le agregan seis centímetros extras de cobertor, se darán una idea de nuestras limitaciones para los movimientos olímpicos que exigen subir a un colectivo, ascender escaleras o atrapar nietos hiperkinéticos ///
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